lunes, 27 de noviembre de 2023

Constitución y privatizaciones

 

Privatizar supone transferir de manera permanente la propiedad de una empresa o activo que es total o parcialmente propiedad del Estado al sector privado. Concesionar implica transmitir de forma temporal la administración de una empresa o activo del Estado al sector privado. En el primer caso, el Estado no tiene ninguna clase de control directo sobre la empresa o activo estatal. En el segundo supuesto, el activo regresa al dominio del Estado luego de un determinado período.

Ambas opciones están alojadas en la Constitución argentina, siendo el Congreso a través de la sanción de una ley, el órgano y el procedimiento habilitados a tales efectos en los términos previstos por los arts. 75 inc.32 y 81 del texto constitucional.

En el marco del proceso de formación y sanción de las leyes, la regla general de aprobación es la mayoría simple o mayoría absoluta de los presentes de la Cámara de Diputados y de la Cámara de Senadores. Las mayorías agravadas o especiales para la sanción de la leyes tales como la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros, las dos terceras partes de los miembros presentes y las dos terceras partes de la totalidad de los miembros (en todos los casos de ambas Cámaras) son una excepción que solo pueda estar previstas en la Constitución argentina. Establecer en una ley sancionada con mayoría simple, una mayoría agravada respecto de materias no contempladas por este universo es inconstitucional y además insustancial por cuanto basta que se sancione una nueva ley con mayoría simple que derogue dicho requerimiento para que el mismo sea desarticulado.

Constitucionalmente hablando los procesos de privatización o concesión requieren de una ley del Congreso sancionada por la mayoría simple de los miembros de ambas Cámaras.  En sintonía, la ley 23.696 (1989) regula el procedimiento para estos casos cuyo primer paso consiste en la declaración de "sujeta a privatización" por parte del Poder Ejecutivo, una segunda etapa se viabiliza con la aprobación del Congreso mediante la sanción de una ley, y por último, el Poder Ejecutivo emite un decreto de ejecución mediante el cual establece las alternativas, procedimientos y modalidades de implementación.

Dependiendo de las características del activo estatal en cuestión se abren múltiples posibilidades en torno a esta clase de proceso. Tomemos como ejemplo YPF Sociedad Anónima donde conforme lo establece la ley 26.741 (2012) el Estado es el titular del 51% del paquete accionario, que a la vez está distribuido, en un 51% para el Estado y un 49% prorrateado entre las provincias integrantes de la Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos (integrada por las provincias de Neuquén, Santa Cruz, Tierra del Fuego, Chubut, Río Negro, La Pampa, Mendoza, Salta, Jujuy y Formosa). El Estado solo podría privatizar el 51% del paquete global que posee, para el resto debería contar con la aprobación de las provincias. En este punto, el art. 12 de la ley 23.696 sostiene que en las empresas, sociedades, establecimientos o haciendas productivas cuya propiedad pertenezca parcialmente al Estado, la facultad de privatizar o concesionar se limita a la proporción perteneciente al Estado.

Otro ejemplo podría ser la gencia de noticias Télam constituida bajo el formato de sociedad del Estado (SE) regulada por la ley 20.705 (1974) o la frecuencia de radiodifusión televisiva LS82 TV CANAL 7 conocida como la Televisión Pública que pertenece a Radio y Televisión Argentina también constituida como Sociedad del Estado en los términos previstos por la ley 26.522 (2009). Para privatizar, concesionar (tal como lo requiere la TV pública por ser una frecuencia que ocupa espectro radioeléctrico) o liquidar a estos activos también hace falta una ley del Congreso.

¿Es posible sustituir la debida intervención del Congreso para privatizar o concesionar mediante el dictado de decretos de necesidad y urgencia? La respuesta es negativa.  Previstos por la Constitución argentina como una potestad legislativa del Poder Ejecutivo tienen un carácter excepcional. Están habilitados cuando se verifica una objetiva circunstancia extraordinaria que impida aplicar el procedimiento ordinario para la sanción de las leyes y no se trate de materias referidas directa o indirectamente a lo penal, tributario, electoral o régimen de los partidos políticos. Una de las pocas cosas positivas que nos legó la pandemia en torno a los decretos de necesidad y urgencia fue haber dejado bien en claro cuando existe una situación de urgencia real y cuando se advierte una situación de urgencia espuria que depende exclusivamente de la necesidad política de quien ejerce el poder. Una vez dictados y publicados en el boletín oficial esta clase de decretos valen temporalmente como las leyes hasta tanto el Congreso los apruebe o rechace o bien la justicia los invalide. Un grave problema constitucional persiste desde 2006 con la sanción de la ley 26.122 que regula el trámite de control político ulterior por parte del Congreso respecto de la validez o invalidez de los decretos de necesidad y urgencia: para su validación basta con la aprobación de una de las Cámaras cuando debería requerirse el acuerdo de ambas Cámaras como sucede para la sanción de las leyes. A pesar de su regulación constitucional y legal, desde 1994 todos los gobiernos hicieron uso y abuso de los decretos de necesidad y urgencia y a nadie le interesó modificar esta ley (que también de forma inconstitucional dispone que aunque el decreto se derogue quedan resguardos los derechos adquiridos durante su vigencia cuando la Constitución argentina fulmina con la nulidad absoluta e insanable las disposiciones legislativas emitidas por el Poder Ejecutivo).                      

La reforma constitucional de 1994 receptó la delegación legislativa que consiste en el mecanismo mediante el cual el Congreso sanciona una ley donde establece las bases de delegación al Poder Ejecutivo en materia de administración (también procede en caso de emergencia pública) y un plazo preciso para su ejercicio, el Poder Ejecutivo mediante el dictado de decretos delegados la concreta, y por último, el Congreso controla la validez de los mismos. De esta manera, utilizando este mecanismo el Congreso podría evitar otorgarle un cheque en blanco al Poder Ejecutivo como ocurre con el procedimiento previsto actualmente por la ley 23.696.         

La privatización o la concesión tienen límites constitucionales sustanciales basados en el sistema de derechos. En primer lugar, la protección del derecho individual y colectivo de los consumidores y usuarios de bienes y servicios previsto por el art. 42 de la Constitución argentina. En segundo lugar, la garantía en la prestación de servicios esenciales que se vinculan con el derecho a un nivel de vida adecuado (entre los que se encuentra el derecho de acceso al agua) alojado por el art. 11 del Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales. En tercer lugar, deben proveer lo conducente al desarrollo humano y a la productividad de la economía nacional tal como lo establece el art. 75 inc.19 de la Constitución argentina. Por último, en términos de proporcionalidad e idoneidad, deben generar más beneficios que perjuicios al conjunto de la sociedad. En otras palabras, a diferencia de lo que sucedió con las privatizaciones realizadas en la década del noventa del siglo pasado, después de la reforma constitucional de 1994, no se puede privatizar por privatizar ni tampoco estas dependen exclusivamente de la discrecionalidad política. Cuando un activo está en manos del Estado quien proponga la privatización o concesión debe demostrar la idoneidad y utilidad de la misma en relación al sistema de derechos.           

En los recientes comicios la sociedad argentina renovó su compromiso democrático. Es una premisa fundamental respetar la decisión de las mayorías y un error imperdonable enojarse cuando no coinciden con nuestros gustos políticos. Mucho más aun cuando se conforman en una segunda vuelta o ballotage presidencial donde se vota preferentemente a favor o en contra de un candidato o candidata. A estas mayorías hay que “aprender a leerlas” en sus diversidades y matices ¿O acaso alguien puede considerar que el 55,09 % que voto al presidente electo Milei es una mayoría homogénea e incondicional respecto de la totalidad de las propuestas ofertadas por la Libertad Avanza? ¿Cuántas personas de este universo circunstancial son inquilinos que no quieren que se derogue la ley de alquileres o mujeres que no desean que se modifique la ley de interrupción voluntario del embarazo? Una estrategia democráticamente inteligente consiste en esperar las medidas que adopte o proponga Javier Milei una vez que asuma para analizar su canalización constitucional y su impacto político en la mayoría que lo acompaño. En este punto, será el Congreso el escenario primario del debate constitucional y político, y en última instancia, el Poder Judicial mediante el control de constitucionalidad donde se debatirán institucionalmente las divergencias que emerjan.

Todavía queda un largo recorrido constitucional y político por desandar. Esto recién empieza.                    

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