domingo, 11 de septiembre de 2022

Libertad de expresión y discurso de odio

 En lo atinente a los límites razonables a la libertad de expresión e información es posible distinguir dos modelos. El norteamericano sostenido por una intensa defensa de los alcances de la libertad de expresión anclada en la Primera Enmienda de su Constitución y el desarrollo de estándares muy rigurosos para permitir alguna clase de restricción. El europeo que, en mayor o menor medida, se basa en la protección de la dignidad humana como valor fundante del orden constitucional lo cual habilita determinados límites a la libertad de expresión.

La jurisprudencia de la Corte Suprema de EEUU presenta un estándar intenso de protección de la libertad de expresión e información incluso ante manifestaciones provocadoras, pudiendo ser sancionadas solo aquellas que tengan una intención manifiesta de incitar a la violencia, y además, sean idóneas para hacerlo al representar un peligro cierto e inminente de concreción.                 

El Consejo de Europa a través de la Recomendación Nº 97/1997 estableció que el discurso de odio abarca “todas las formas de expresión que difunden, incitan, promueven o justifican el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y otras formas de odio racial y de intolerancia, incluyendo: la intolerancia expresada a través de un nacionalismo agresivo y etnocéntrico, la discriminación y la hostilidad contra minorías, los inmigrantes y personas de origen inmigrante”. La Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia del Consejo de Europa en la  Recomendación Nº 15/2015 definió al discurso de odio como el “fomento, promoción o instigación, en cualquiera de sus formas, del odio, la humillación o el menosprecio de una persona o grupo de personas, así como el acoso, descrédito, difusión de estereotipos negativos, estigmatización o amenaza con respecto a dicha persona o grupo de personas y la justificación de esas manifestaciones por razones de “raza”, color, ascendencia, origen nacional o étnico, edad, discapacidad, lengua, religión o creencias, sexo, género, identidad de género, orientación sexual y otras características o condición personales”. Es importante destacar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le otorgó un contenido específico al discurso de odio diferenciándolo de aquellas conductas encuadradas en el ámbito de la incitación a la violencia expresando que “… la incitación al odio no requiere necesariamente el llamamiento a tal o cual acto de violencia ni a otro acto delictivo…” (caso “Feret c. Bélgica”/2009). Por último, el modelo europeo, distingue entre el discurso intolerante (que se subsume en la protección emergente de la  libertad de expresión) y el discurso de odio el cual es sancionable penal, civil o administrativamente.

Si bien existen puntos de contacto, el discurso de odio presenta características distintas respecto del discurso negacionista. Este último es definido por Teruel Lozano como el discurso manifestado por personas o grupos de personas que por motivos ideológicos concretos y valiéndose de discutibles metodologías académicas o pseudo-científicas pretenden negar o justificar graves genocidios u otros crímenes contra la humanidad (siendo el movimiento del negacionismo del Holocausto el más estructurado, lo cual motivó a países tales como Alemania, Austria y Bélgica a penalizarlo). 

En el modelo constitucional argentino varios Instrumentos Internacionales sobre derechos humanos que tienen jerarquía constitucional prohíben ciertas formas del discurso de odio como límites a la libertad de expresión e información. Vale la pena detenerse en dos de ellos. La Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíbe expresamente toda “apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional” (art. 13. 4). El Pacto de Derechos Civiles y Políticos prohíbe toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia (art. 20.2). La Convención más cercana al modelo norteamericano. El Pacto más apegado al modelo europeo.     

La Relatoría de Libertad de Expresión (OEA), en el Informe Anual de 2004, sostuvo en relación al discurso del odio que la Convención Americana presenta un estándar mas alto de protección de la libertad de expresión e información que el Pacto de Derechos Civiles y Políticos en cuanto solamente habilita como límite la “incitación a una violencia ilegítima” (mientras que el Pacto abre el juego a la mera hostilidad). En este modelo, el discurso de odio no habilita la censura previa y solo queda sometido a la responsabilidad civil y penal ulterior.

 

Actualmente, en el ámbito normativo argentino, existen provenientes del derecho penal dos respuestas legislativas frente al discurso de odio. El art. 212 del código penal reprime con prisión de tres a seis años el que públicamente incitare a la violencia colectiva contra grupos de personas o instituciones (por el solo hecho de la incitación). El art. 3 de la ley 23.592 reprime con  prisión de un mes a tres años a las personas que participen en una organización o realicen propaganda basados en ideas o teorías de superioridad de una raza o de un grupo de personas de determinada religión, origen étnico o color, que tengan por objeto la justificación o promoción de la discriminación racial o religiosa en cualquier forma. Además establece igual pena para quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas.

 

El código penal adopta, en general, una posición más cercana a las exigencias emergentes de la Convención Americana al establecer, como única forma de limitación de la libertad de expresión, que se verifique una conducta que incite a la violencia colectiva. La ley contra la discriminación, en particular, se acerca más al modelo del Pacto de Derechos Civiles y Políticos al habilitar como límite posible a la libertad de expresión el mero aliento o incitación al odio. Ante un caso concreto: ¿Cuál prevalece? Por el criterio de especialidad: la ley 23.592. Por el principio de la norma más favorable a la persona: ¿el código penal?

 

El debate público sobre la libertad de expresión y el discurso de odio ofrece referencias constitucionales, convencionales y legales que habilitan un marco deliberativo razonable, destierra los temores de la trampa autoritaria y evita que algunos “defensores de la libertad de expresión” caigan en el ridículo oxímoron de negarse al intercambio argumental para proteger eficazmente la posibilidad de expresarnos.

martes, 18 de enero de 2022

La reforma judicial como política pública

 

Que el Poder Judicial federal y la Corte Suprema de Justicia no funcionan como deberían funcionar es parte de un diagnóstico compartido por múltiples sectores.

Una primera razón radica en el anclaje analógico de su estructura que el impacto de la pandemia desnudó con sentida crudeza. Otro motivo se visualiza en la obsesiva negativa de analizar la incorporación de las distintas alternativas tecnológicas que ofrece la Cuarta Revolución Industrial. También el mito endogámico basado en que las reformas solo pueden provenir del propio Poder Judicial (cuando es el Congreso el órgano constitucional encargado de diseñarlas) unido al tabú freudiano de que toda propuesta de estas características violenta su existencia independiente. Por último, no advertir en pleno siglo 21, que tal como lo sostiene Richard Susskind la administración de justicia es un servicio y no un lugar físico sacralizado que se expresa con un lenguaje “técnico” que no entiende nadie.                                                             

El problema del funcionamiento del Poder Judicial radica en un sistema anacrónico no en quienes lo integran. No es un problema de nombres, es un problema de sistema. Muchos jueces y juezas individualmente generan a diario resultados positivos, pero al final del día, es el sistema el que adolece de fallas terminales.

Si la Corte Suprema de Justicia no funciona como debería funcionar, esto no responde a la actual integración sino al sistema sobre la cual actúa; con otra integración de cinco miembros funcionaría igual. Un tribunal ampliado no va a funcionar mejor si no se cambia el sistema, a la vez que, la actual composición podría funcionar mejor con otro diagrama orgánico incorporando innovación tecnológica. Por eso, es necesario evitar caer en la trampa que propone la “falacia del mal funcionamiento”, la cual sobre la base de un diagnóstico objetivo, en realidad, solo trata de cambiar la composición de un tribunal para incorporar jueces y juezas afines en vez de modificar el sistema en su totalidad.

Una reforma judicial en serio como política pública basada en acuerdos políticos sustentables debe contemplar, con lógica sincrónica, desde el momento que una persona se inscribe en un concurso para el cargo de juez o jueza ante el Consejo de la Magistratura hasta el momento que la Corte Suprema de Justicia dicta un fallo en cualquier causa (las “relevantemente públicas” o las “todos los días”).

Las personas individual o colectivamente titularizan el derecho de expresarse y de peticionar ante la autoridades (incluido el Poder Judicial) en plurales sentidos sin que esto puede discutirse desde la perspectiva constitucional y del espectro irradiante de los derechos humanos. Esto no inhibe que se pueda analizar con sentido crítico el sentido de la convocatoria de una marcha contra la actual integración de la Corte Suprema de Justicia y su aporte efectivo al mejoramiento del funcionamiento del Poder Judicial. En términos prácticos, esta forma de ejercicio del derecho de protesta no implica ningún aporte a una deliberación democrática medianamente razonable puesto que sigue creyendo que el problema son los nombres y no el sistema. En términos constitucionales, equivoca el camino por cuanto la estabilidad de los jueces de la Corte Suprema de Justicia está otorgada por la Constitución y solo mediante el juicio político pueden ser removidos. En términos políticos, agiganta la irracionalidad de una “grieta” que alimenta el mal funcionamiento del Poder Judicial, a la vez, que legitima respuestas formalistas sin propuestas concretas de reformas integrales que, en el fondo y por diversos motivos, se sienten cómodas con el actual funcionamiento de la justicia. En términos simbólicos, abroquela aún más la endogamia del Poder Judicial ante el desafío de la transformación.

Con marcha, contramarcha o solicitada no vamos a hacernos cargo en serio de la actual disfuncionalidad del Poder Judicial. Eso sí, los que no quieren de ambos lados de la “grieta” por distintos motivos ninguna reforma podrán sentirse satisfechos. Seguimos discutiendo nombres, lugares, formalismos “bobos” pero nunca un cambio sustancial e integral del sistema de justicia. Así estamos, así nos va.