I._ Mediante la reciente sanción de la ley 26.734 -conocida como “ley antiterrorismo”- se incrementaron en el doble del mínimo y el máximo la escala de las penas de los delitos tipificados por el Código Penal cuando éstos fueran cometidos con la finalidad de “atemorizar a la población” u “obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”.
II._ En el marco de un Estado constitucional de derecho, una de las garantías esenciales ante el ejercicio del ius puniendi como la máxima expresión de violencia estatal, se configura con la delimitación precisa y taxativa de las conductas que se intentan castigar respecto de un bien jurídico al cual se procura tutelar.
El garantismo penal exige, que el peligro que la ley presume, tiene que mostrar un nexo relevante con una conducta que sea idónea para proyectar ese peligro hacia el bien jurídico bajo protección.. Por ello, la legislación penal debe limitarse a proteger bienes jurídicos que presenten un vínculo concreto con aquellos valores que sean vitales para el orden social y la convivencia humana. El ius puniendi así enmarcado no tolera la incriminación y sanción sin que exista una afectación relevante de un bien jurídico.[1]
III._ Una de las facetas desligitimantes del poder punitivo se observa en el derecho penal de autor donde aquello que se castiga es la inferioridad moral de las personas traducidas en la verificación de un pecado jurídico, o bien, en una situación (o estado) de peligrosidad. En ambos casos, el criminalizado es un ser inferior que debe ser penado por los operadores jurídicos mediante la negación de su condición de persona.[2]
III._ Establecer como bien jurídico tutelado, a efectos de incrementar las conminaciones previstas por el Código Penal, “el temor de la población”, “la obligación de realizar actos” o la “imposición de una omisión” implica utilizar el ius puniendi para castigar estados de ánimos colectivos -desvinculados de los bienes jurídicos primariamente tutelados- que quedan sujetos a una arbitraria discrecionalidad policial y judicial.
Siendo el temor una expresión de la constitución subjetiva de cada persona (con lo cual existen tantos temores como personas o a ciertas personas le atemorizan ciertas situaciones que a otras personas le son indiferentes), tendría que existir una suerte de instrumento medidor que permitiera acceder a un promedio ponderado de los efectivos temores sociales de una población (que tampoco sabemos si es la totalidad de la población argentina o la población de una provincia, un municipio o una región). Por ende: ¿cuáles serían los parámetros que permitirían concretar razonablemente los límites subsumidores del temor social a efectos de aplicar el agravamiento de la coacción penal?
En el actual contexto argentino, no parece ser el terrorismo vinculado al “temor social”, un bien jurídico relevante que preocupe a la población y que sea digno de protección mediante la coerción penal. En otras palabras, es difícil poder justificar una suerte de “estado de amedrentamiento social colectivo” a pocos meses de una legítima elección general que consagró con una amplia mayoría al actual gobierno.
Lo expuesto demuestra que la ley 26.734 no protege ningún bien jurídico constitucionalmente relevante y que impone una suerte de derecho penal de autor encubierto –como una variante que se encamina hacia el derecho penal de ánimo y peligro-[3] en donde el pecado jurídico o la peligrosidad se puede dirigir contra aquellos que piensan distinto a los que gobiernan soslayando desde un “biopoder formalmente democrático” a las bases estructurales del Estado constitucional de derecho.
La idea del “temor social” como causal del incremento de la coacción estatal remite al concepto de “bien común” o de “moral y buenas costumbres” que durante años funcionó como un significante vacío para desconocer derechos fundamentales y derechos humanos –especialmente los titularizados por las minorías- en el campo del derecho civil y del derecho administrativo sin tener que dar fundamento alguno hasta que la actual Corte Suprema de Justicia lo desterró para siempre cuando dictó el fallo “ALITT”[4].
IV._ Carlos S. Nino[5] postulaba como contenido del derecho general de libertad a tres principios (autonomía, inviolabilidad, divinidad) que se oponen a tres visiones totalitarias de la sociedad (el perfeccionismo, el holismo y el determinismo normativo).
El principio de inviolabilidad “proscribe, imponer a los hombres, contra su voluntad sacrificios y privaciones que no redunden en su propio beneficio”[6]; en tanto el holismo colectivista, sostiene que existen “entidades colectivas que tienen intereses que no son reductibles a los de ciertos seres humanos y que deben ser atendidos a veces a costa de los intereses de algunos hombres” [7] (un ejemplo de esto seria
La ley 26.734 configura un claro ejemplo de cómo la construcción del temor social como entidad holística, se impone sobre los derechos de las personas a partir de una inevitable reducción de su subjetividad y con una mirada estatal lubricada por un monismo moral que tiene sus cimientes ideológicas en el “modelo”, “el nunca menos” y el “vamos por todos”.
Este holismo colectivista adquiere su peor matiz, cuando la actuación estatal punitiva que castiga al “terrorismo social” (en un país donde la palabra terrorismo alcanzó significantes que van más allá del horror)[8] puede ser aplicada a situaciones donde se hace presente la protesta social como instrumento de reivindicación de derechos, en un país donde justamente la criminalización de esta forma de garantía, está en pleno debate y existen operadores judiciales que condenan penalmente a las personas sin ningún tipo de consideraciones sobre el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales y humanos.
Así planteando, el tipo penal genera una fuerte colisión con la libertad de expresión, por cuanto uno de los básicos disparadores que operan sobre el temor son las palabras. Las personas temen especialmente a partir de los dichos, con lo cual la mera expresión podría ser considerada una causal válida para que opere un fuerte agravamiento de las penas. La tutela penal de esta clase de entes colectivos no hace más que acallar voces disonantes al imponer un todo indefinible sobre la subjetividad de las personas proyectada en el ejercicio de sus derechos.
V._ La norma propone como suavizante emocional la promesa celestial de que las agravantes previstas no se aplicarán cuando los hechos de que se traten tuvieren lugar en ocasión del ejercicio de derechos humanos y/o sociales o de cualquier otro derecho. Ninguna novedad si observamos que el Código Penal en su art. 34 establece la no punibilidad de las personas que obraren en ejercicio de un legítimo derecho constitucional. Por lo tanto, si la conducta de una persona no es punible tampoco puede ser castigada por una pena agravada, pero si es punible se aplican las agravantes.
Más allá de mantener la falaz distinción conceptual entre derechos humanos y derechos sociales (como si estos últimos no fueran derechos humanos) creada por el menemismo en los noventa, la supuesta excepción punitiva, implica una inversión claudicante del principio de libertad; lo cual supone que en virtud del inconmensurable temor social que debe ser protegido por el Estado somos todos terroristas hasta tanto le demostremos a las fuerzas de seguridad (en ocasión de la represión) y a los jueces (en ocasión del juzgamiento en un procesos penal) que estamos ejerciendo un derecho humano o un derecho fundamental.
VI._ La ley 26.734 es la muestra más evidente de un aparato represivo comandado por el actual régimen de gobierno que intenta castigar mediante el ejercicio del poder estatal al que piensa distinto (tal como lo planteó con valentía Roberto Gargarella).[9]
Con un tipo penal tan abierto y autoritario, sólo habrá ley para el amigo, para el enemigo (el disidente, el crítico) ni siquiera derecho (ni del enemigo) tan solo la abusiva selectividad de la coacción penal.
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